miércoles, 13 de julio de 2011

Capítulo III de “Divididos”. -Las manos de mi ninfa-.


Meditando mi actuación reprochable sin lugar a dudas ante Carla, y ante una persistente jaqueca, reflexione un rato en el sillón. La última actuación que tuve hacia ella no era de recibo. La descompuse con el transcurso de estos inesperados acontecimientos. Que cojas el teléfono y te aparezca el proyecto futuro de novio, con una voz a lo Muñoz Seca en la “Venganza de Don Mendo” es para descomponer los nervios de cualquiera. Valla futuro puede deparar la convivencia con un tipo tan desequilibrado. Tenía que aclararlo. Misión complicada por sus acontecimientos más inmediatos y de que maneras inapropiadas. Cerrados los ojos me fui abandonando otra vez a esa somnolencia. Me abandonaba a las despreocupaciones. Salía del alboroto de los pasados acontecimientos sin sentido. Poco a poco salía otra vez de mi. Mi cuerpo, en estado casi perfecto de hibernación parecía flotar al mismo ritmo que la mínima conciencia que le iba quedando, la única que puede ahora contar lo vivido en esos momentos perdidos en otro universo.
Sentado a una esquina, en una gran plaza desconocida, llena de terrazas, bares, restaurantes. Accedí a través del arco alto, con dominación visual de casi toda ella, sentía la relajación, la seguridad tirana de un príncipe orgulloso ante su basto imperio. De aspecto castellano, la plaza se rodeaba con edificios de cuatro plantas, la baja con arcos soportales, y las tres altas con balcones corridos de hierro forjado. Otra vez ese status anterior, con una especie de la maestría y destreza, propia de ser poseído por uno mismo. Dos yos de distintos tiempos que se unían en una misma persona, solo cuando comenzaban estos nuevos sueños. Al otro lado, el opuesto, divisaba el arco bajo. En un tramo de ella la unidad arquitectónica se rompe, con ciertos rasgos manieristas, en cuya fachada se cubre con innumerables balconcillos separados entre si por columnas del orden Toscano. De algo tenía que haberme servido el estudiar hace años en artes y oficios. La historia del arte era de las asignaturas que más embaucaban mi atención.
Nada había cambiado en mi forma de hablar, no como la vez anterior, aunque no hubiese intercambiado aun palabra con nadie.
La plaza que me rodeaba derrochaba creatividad, solo en una ojeada, a vuelo de pájaro, rápida pero concisa, me dejaba la sapiencia culta y sabia del saber erudito de siglos pasados. Por suerte todo seguía siendo contemporáneo, sus gentes, las formas de expresarse, aunque algo en el ambiente me llevaba a que no se desvaneciera de mi pensamiento la inquietud e incertidumbre de que todo no este visto, algo se trama desde las estrellas y lo notaba en el interior.
La tarde se llevaba en si misma casi a su ocaso. La fase de la luna alcanzaba el plenilunio. Las calles que se enraizaban en salidas perpendiculares, centelleaban con una intensidad cambiante, oscilante desde los candelabros cuadrados, propios, acompasados a una luz que ambientaba a esa lejana época. Igualada al conjunto, sin ninguna anomalía, ningún desorden del equilibrio, del arte al cual añoraba. Algunas calles podían ser divisadas desde él angulo que me encontraba. Al comienzo de ellas, en sus esquinas, una parte de ella se redondeaban hacia adentro o hacia fuera, según la forma de entrada a la misma. Rebanadas en el muro o también podía ser con saliente exterior, en redondo. Así se facilitaba el paso de los carros.
Un escalofrío estremecedor me llego asta el último pelo de mi cabeza. Al imaginar tan solo que si en estos momentos se sentara junto a mi, en mi mesa, el otro yo interior que hablaba a igual que un hidalgo castellano. Un mismo personaje en dos etapas o fases de tiempo diferentes. Pues por un momento las sombras se espesaban, la luz se condensaba cada vez más tenue, sumamente delicada. El ruido a motores desaparecía, se esfumaban entre ese vapor, ocaso del día al principio de la noche. Un sudor que se adhería al paso de una mano por la frente, era frío, como hielo polar. Lo más curioso es que el tacto de esa mano no era reconocible por propio.
Mire alrededor, pero cualquier forma humana o viva cerca era totalmente inexistente. Lo que fuera, secó mi sudor, cada vez más congelado, y al tacto suave se volatilizo en un abrir y cerrar de ojos. La concentración de la angustia subió en voltaje, la aceleración de los latidos del corazón incontables.
Al fondo de la plaza, en medio del arco bajo de la entrada opuesta, se construía metódicamente, una silueta que adquiría poco a poco una forma humana. Entre pequeñas motas de agua cristalina, tan insignificantes y finas como roció de la mañana, una masa acumulativa, en mezcla de grises y azules que a medida que se acercaba, iban difuminándose por si mismas y fundiéndose a su unísono silencioso, que producía al contemplarlo extraños escalofríos interiores. Aclarando toda la masa en un físico corpóreo que empezaba, no sin dificultades, a tomar una identidad reconocible. El acercamiento se producía, simple, despreocupadamente sutil. De manera llamativa, el rostro empezaba a distinguirse, con un velo transparente, que aun así no deja de cubrir algo, un secreto intrigante, una pregunta cuya respuesta se iba aclarando a medida que se aproximaba. La respuesta oculta al anterior presentimiento, se iba transformando en el dueño, quizás, de esa mano que inexplicablemente hace unos segundos, limpiaba y acariciaba mi cara. El contorno, perfil de su figura, balanceaba acariciando el espacio que la limitaba, de manera posesiva, eminente. Tomaba el carácter de una deidad surgida de entre esas gotas de roció, aguas de bosque selva. Un repentino golpe de viento despego bruscamente el velo de su rostro. Una joven hermosa. Mirada fría, pero expresión fiel y sincera. Transmitía la seguridad de una fiable consejera, sigilosa inspiradora sabia, al igual que dríada llena de secretos. Su transformación desde la distancia, llevaba a pensar en un personaje mitológico. La ninfa salida de las profundidades del océano. Una cortesana libre y a la vez pura, que aunque cae en típico del tópico, podía darse en el interior tan complicado de mi amiga Carla.
Estas estañas cábalas, conjeturas inquietantes, intrigas que ya no sé si rozaban lo real o seguían dentro de la maquinación imaginaria de mi mente, proporcionando una nueva dimensión jamás experimentada. Proporciones nuevas con toque fantástico. Un espíritu mítico y a la vez volátil. Involuntariamente una ondina, la deidad suspendida al aire, entre ríos y fuentes.
Carla llevo sus pasos frente a mi. Inmóvil, una estatua griega. Me observaba en silencio, era parte de la escena, no alarmaba con su comportamiento a las personas de las otras mesas, como si no existiese o encajase habitualmente con total y absoluta normalidad. De labios generosos, dibujados como vulva carnosa, llamativos, provocadores, hacia hormonas del sexo que despierte dicha insinuación de la naturaleza. Sus ojos verdes, un campo virgen que ve de nuevo amanecer, terrenos despiertos, limpios de dobles sentidos, pero transmisores de que saben lo que persiguen, lo que se quiere y su momento oportuno para obtenerlo. Con esto estaba dicho, la personalidad de Carla era fuerte, dura, firme como un viento rápido del norte que inconsciente se funde con otro cálido y puede provocar posteriormente fuertes e inseguros tornados. Una cara angulosa, con pómulos no excesivamente pronunciados pero si presentes. Barbilla algo más acentuada, destacada pero sin salirse de los cánones que descompongan a las normas de la genuina belleza, algo más genética, como herencia ancestral de una raza que dejo huella en una determinada etapa de la historia. Alta, exótica en todo auque no transmitía rareza alguna, ningún descuadre en su equilibrio, todo lo contrario. Cabellos al cuero negro, largos, ondulados y prolongados, llevados al viento y haciendo juego al color de grises, en la ya comenzada, plena y negra noche.
Seguía inmóvil, con una gabardina larga que le daba un cierto toque misterioso a novela negra. Botas altas, terminadas en las rodillas. Un pañuelo de olas azules y lunares rojos suspendidos entre varias lunas de colores indefinibles, acariciando su delicado cuello.
Alargó una mano blanca, de no haber tomado algo el sol. Soltó al lado de la cerveza un papel arrancado a una agenda pequeña, a manera de mensaje con instrucciones, plegado varias veces y escrupulosamente esmerado en los dobleces. Una voz algo gutural, de tono ronco, nada habitual en ella, sin rozar siquiera a la rudeza ni al desagrado pero si en formas dialogales poco comunes.
-Viajero al igual que un nuevo Ulises. Vagas ahora por las puertas del tiempo, de varios tus que te fueron sembrando. Entre partes de una crónica, comienzo de una creación que inconscientemente has violado. Advertencia: “No burles al mensajero entre el largo camino que te espera”. “Solo el te dará la llave del retorno”. “Hallar el amor, es el camino de vuelta”. “Hay esta el camino, con sus propias huellas, del sendero que jamás debiste indagar”.“Entraste en las sombras y la desolación de las soledades eternas”.
No salía de mi asombro, pero tenía el presentimiento que el tiempo me apremiaba, tenía que ser rápido y conciso, se disponía a emprender la marcha.
-¿Pero como hallar al mensajero? ¿Como sabré encontrarlo, que señal avisará cuando lo tenga delante?
Ahora parecía un personaje de ficción, una sombra del pasado, el epígrafe de una fabula. De espaldas, doblo el cuello y mirándome de soslayo pronuncio las últimas palabras antes de desaparecer como el agua que se desliza veloz, ruidosa y furiosa hacia una inmensa cascada...
-La primera intuición te lo aclarará todo. Solo tienes que escuchar tus primeros pensamientos. Al mensajero, lo tienes delante, ¿no me ves...?
Sabía y asimilaba como podía lo que acababa de vivir. A la vez supe que ella no podría ser vista por una pitonisa, ni por nadie que se dedicara a las ciencias ocultas, pues esta Carla, no estaba escrita en la palma de mi mano. Una vez fuera de esta reflexión, desapareció cualquier rastro de la imagen de Carla.
Es curioso. Las vueltas que da la vida y sus coincidencias fortuitas. Si relacionásemos todo lo que nos ocurre en ella, cuantas sorpresas explicables nos depararía. Cada uno de los que consideramos pequeños episodios, y que se nos olvidan fácilmente porque creemos carecen de importancia, influirían notoriamente de ser escuchados. Recordaba que hace menos de una semana me contaba uno de los mejores amigos que tenía en la vida, de esos que desde que nacemos están juntos por el sendero, y son escasos, sobre lo curioso en las coincidencias de Nietzche y Freud.
-Sabes que Nietzche y Freud, coincidían en algo tan simple que si el hombre escuchara sus primeras intuiciones sin pensar en los pros y contras que se le amontonarían, y aplicadas de forma rutinaria, el hombre dejaría de ser hombre y empezaría a ser ese superhombre, del que tanto uno como el otro tanto sospechaban. Pues casi está demostrando científicamente, que esa primera impresión que tiene el hombre en cada una de sus originarias reacciones, son las más acertadas. Siempre y cuando sean tan rápidas que no den objeción ni oportunidad a su racionalidad.
Pensaba en ello, solo unos instantes habían pasado de que se borrase Carla en el firmamento. Volvía el ruido de las gentes, el humo suspendido en el aire, el olor a tabaco, al frito de las cocinas que se escapaba por los extractores, a los puestos ambulantes de patatas fritas con mahonesa. Las terrazas comenzaban a llenarse, sería viernes, que sé yo, pero a la plaza no paraba de agregársele figuras que una vez dentro formaban parte propia del entorno, como a corriente de un caudaloso rió. A la explanada que era totalmente peatonal, le faltaba poco para abarrotarse. Chicos jóvenes y no tanto, con un cierto toque a intelectuales trasnochados, bohemios de ocasión a la moda, se presentía ambiente a universidad, y las cervezas iban de aquí allá, con un sin cesar, agitado pero no menos compás monótono y cansino al que hacer de los camareros.
Seguía en la mesa pegada al arco de entrada, dominándolo todo, espectador de una enorme escena, solo, pero sin que nada me preocupara mucho en esos instantes.
Todo seguía en ese equilibrio que me tranquilizaba, la estabilidad que te produce el olvidarte de los problemas. Pero de la armonía a la tensión que produce lo incomprendido y del que se puede cambiar su estado es de cuestión de milésimas de segundos. Al principio de cada mesa colindante, cada uno de los vecinos próximos se levanta y se volvía a mirarme fija y permanentemente.
-“¡Horror! Houston tenemos un problema, esto se sale del guión!”-.
Al unísono y de manera espontánea acorde a los primeros, reaccionaron todos los que se hallaban en la plaza de forma igual y exacta. Con cierto conservadurismo a sus actos y maneras, un tradicional desdén en las expresiones que se marcaban en sus rostros, interpretaba que esto iba en plan hostil, y no tardaría mucho en manifestarse en ofensa con posible agresión, seguro. Parecían salidos de “La invasión de los ladrones de cuerpos”, la del 78 era la mejor, sin lugar a dudas, con Donald Shuterland, todos esos seres, salidos ya de sus vainas de transformación que se enraizaban a las victimas mientras su huésped dormía. Otra curiosidad eran el cambio de sus vestimentas, no cabía ya dentro de mi, inmóvil, estático como un roble. Unos vestían a igual que hidalgos del XVII, otros con andrajos plebeyos. Había de todo, uniformes guerreros con cota de maya, militares, uniformes de las s.s, tipos con gabardina a la gestapo, uno de ellos estilo aventurero Indiana, las damas con múltiples estilos, algunas con el corte de pelo, vestidos y collares años veinte, otras como despistadas dulcineas, damas de alta sociedad, duquesas vulgares semejantes a retratos de Goya. Todos fijos en mi, de igual forma, era muy acojonante, empezaba a sentirme vivir la realidad y estar verdaderamente vivo de nuevo. Y todo empeoraba cuando todos a la vez, en igual sincronía y concordancia hacia donde me encontraba, accedieron a dar un paso al frente simultáneamente con la misma coexistencia de la que avanza un ejército decidido.
Las manos, ahora acogedoras y afables se volvieron a posar en mi frente, bajaron lentamente tapando los párpados, ocultando a la visión, volvió el trance, huyeron los apuros, y la dormilona penetro de manera bestial y fulminante.
Volvía a estar en la sala de estar, en el sillón, más acogedor y cómodo que nunca. Reaparecía solo, como estaba antes de pasar esta pesadilla, alucinación o delirio, ya no sé que era todo esto que volvía a producirme el desasosiego de vivir acciones desconocidas, el temor y la congoja de no saber de que iba este juego, que vivía como novedoso, intruso de una vida la mar de tranquila asta entonces...
Ahora si estaba seguro, pues recordaba con nitidez cada detalle de lo ocurrido. Las manos que me transportaron, que me despertaron y me salvaron, eran -las manos de mi ninfa-

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