lunes, 11 de noviembre de 2013

En la ciudad de los vientos.



 
Introducción.
La lluvia descargaba a borbotones sobre la capota del Cadillac blanco, estacionado en la avenida de las Embajadas, por muchas manos de pintura y cuidados que tuviese daba la sensación de estar acartonado y avejentado por los años, incluso para esa maravilla de automóvil. Miguel Pereira, un hondureño de 28 años, de piel morena y constitución fuerte, esperaba dentro mientras fumaba un cigarrillo a que llegara su esposa. Era un gran día para ellos. Les habían concedido la nacionalidad, el permiso de residencia en los Estados Unidos no significaba un problema, se acabaría el peligro de inmigración, tras cinco años con licencia de trabajo, pendientes de que se lo renovasen en el plazo estipulado por la ley de residencia, lo que significaba andar por la cuerda floja y sin red, el miedo de ser expulsados del país de los sueños había terminado. Marisa Pereira llegó con rostro reluciente, feliz tras la misión cumplida, después de tantos esfuerzos por ser un miembro más de la comunidad, sus proyectos de fundar una familia con derechos plenos empezaban a cumplirse. Al cerrar la puerta del coche miro a Miguel y se le ilumino el rostro de ilusión, las promesas cumplidas, la alegría había llegado a sus vidas, todo estaba resuelto, a pesar de ser un día húmedo era el día más dichoso. Las lágrimas de satisfacción salían de sus ojos verdes, mirada apasionada que trasmitía firmeza, lo más opuesto a ese día triste, cubierto por nubes negras, un mal presagio, pasado por agua torrencial, el aire se respiraba en olor de azufre sulfatado tras la tormenta.
Un Toyota Tundra negro aparcó detrás del Cadillac blanco. Salieron dos hombres, el primero de mediana estatura, el otro de aproximadamente dos metros, encapuchados con un pasa montañas negro que hacía juego con todo su ropaje, jersey polar y pantalones vaqueros oscuros. El que se aproximó a la ventanilla de Miguel sacudió el cristal, los nudillos con puño cerrado golpearon dos veces avisando de que lo abriera. Antes de que le diera tiempo a darse cuenta del peligro y poder reaccionar, Miguel se encontró con una Colt anaconda, calibre 44 magnum a la altura de su frente, dos destellos luminosos salieron del tambor del revólver, en la otra ventanilla ocurrió algo parecido, con la diferencia que el otro encapuchado no avisó, rompió directamente el vidrio con el mango de una Glock 17, la salida del cañón frío de la pistola rozó la frente de Marisa Pereira sin dejarle tiempo a un último suspiro y efectúo un disparo. Se volvieron hacia el Toyota con tranquilidad, sin señal de nerviosismo, daba la sensación de ser profesionales del crimen, de otra manera no podía entenderse que actuaran como si no hubiese pasado nada. Arrancaron el vehículo con la misma calma y se dirigieron al norte de la avenida, cuando un coche patrulla de la ciudad de Chicago y sin alarma de emergencia activada les interceptó obstruyéndoles el paso, detrás surgieron otros dos automóviles que les cortaban la retirada, uno llevaba las insignias federales, el otro era un vehículo de respuesta sin ningún tipo de distintivo.
Al día siguiente salió en prensa a primera plana el asesinato cruel de dos hispanos nacionalizados recientemente. Todos los diarios coincidían en varios aspectos, habían sido liquidados a sangre fría por dos individuos, encapuchados y organizados. Según algunos testigos, los asesinos parecían acostumbrados a actos brutales por su comportamiento tan relajado.
Lo que no contó ese día la prensa del país fue la sorpresa de la policía tras los interrogatorios de los sospechosos, la documentación comprometida de un alto cargo del estado de Illinois, encontrada en el maletero del Tundra y del domicilio de uno de los criminales.
Capitulo 1.
Amaneció de repente en la ciudad de los vientos, sin la luz sonrosada que precede a la salida del sol. Hace dos días que no despunta la aurora por los ventanales del despacho de abogados “Gilbert Begner y asociados”, situado en la planta 99, frontal al área norte del Río Chicago, al final de la avenida Michigan, esta parte en concreto es conocida por “La Milla Magnífica”. Se distribuyen por sus aceras lujosas y exclusivas tiendas pensadas para el turista con cierto nivel adquisitivo, restaurantes ostentosos, hoteles espectaculares, fastuosos, magníficos en su claridad y visión de sus pretensiones, sin olvidarnos de los edificios de oficinas de gran prestigio, como agencias de comunicación, de publicidad, y buffete de abogados.
Gilbert avanzaba por el pasillo que precede al recibidor de la sala de juntas con movimiento animado. Empuñaba el bastón de hierro, de setenta y siete centímetros a modo de estoque, dando cierto vaivén con efecto de zumbido a cada paso que daba. Su aire travieso chocaba con el de un hombre en avanzada edad. De cabellos plateados, ojos enrojecidos y penetrantes. Al llegar al salón de reuniones recordó la mañana húmeda y fría. La brisa avisaba de que pronto llegaría la ventisca típica de los inviernos de esta ciudad. Observó el gran balcón abierto. Allí se hallaba Robert Patterson, distraído ante un conjunto de vistas dignas para el espectáculo. Era su último socio, una buena pieza de engranaje para sus pretensiones, el abogado de moda en todo el Medio Oeste. Aunque Robert había pasado con creces los cuarenta, su físico no le hacía justicia. De imagen descuidada por el sobrepeso, la adicción al tabaco y esa primera copa de coñac que fluctuaba de mano en mano en inquietud maniática a tempranas horas de la mañana, le precipitaban hacia una vejez anticipada. Daba la sensación de estar más angustiado de lo normal, información corporal que interpreto Gilbert a la perfección.
- ¿Un día especialmente complicado Robert? Es un día difícil para el despacho, nos están metiendo en un buen lío desde las altas esferas - el comentario le salió con un tono suave y sutil. Hombre de ingenio agudo, sabía cómo sonsacar una respuesta, obtener siempre lo que se propusiese, cualquier cosa con habilidad y la experiencia de los años.
- Todo empieza a estar confuso a medida que avanza el proceso, como las noticias del día, lo que más me preocupa. El murmullo del populacho llega a todas partes, asesinatos, vandalismo, por no hablar de la ineptitud policial ante la acumulación de los acontecimientos - desde esa altura se dominaba parte de la situación, el escenario se acercaba a la catástrofe, un centro comercial en llamas, circulación atestada de vehículos sin rumbo, un conjunto de imprevistos nada alentadores, el salvajismo se contagiaba por momentos, lo peor, se estaba convirtiendo en algo habitual.
-  Cosa que nos complicará el caso si se alarga demasiado, pues no se llegaría a un estado de emergencia, sino de urgencia.
- En medio del pánico se abolirían ciertas libertades, pudiendo tocar algunos procesos judiciales en interés del estado, lo que nos llevaría a otro tipo de juicio.
- Habría que cambiar parte de la estrategia, mal asunto. Esta noche he recibido una llamada de un viejo amigo que ahora se encuentra en el tribunal supremo, me interesa que esté enterado de todo, estamos jugando con fuego. Pueden afectarnos los acontecimientos, como no tomen un cauce más tranquilo podríamos encontrarnos con sorpresas desagradables - Gilbert conservaba la serenidad disimulada.
Quedaron en silencio observando la ciudad desde las alturas, pensativos a la vez que distantes. Gilbert limpiaba sus gafas. Concentrado en sus preocupaciones. En ocasiones como estas parecía que gozara de todo el tiempo del mundo con movimientos minuciosos aunque exactos para sus propósitos, un estado de alerta interior que lo acompañaría hasta que se aclararan algo las cosas, pues no hacían más que complicarse y este asunto era el más interesante de toda su carrera. La política se había metido de por medio. Aquellos años turbios de su carrera profesional podrían repetirse, la experiencia le estaba avisando del peligro. Al recordarlo, su voz le traicionó, inconsciente un murmullo salió por su boca sin darse cuenta: “¿Es posible que un hombre pueda caer dos veces en la misma piedra? La ambición no descansa nunca, ciega los sentidos, al almacenamiento de la memoria, lo que duerme a la intuición para evitar la repetición de nuestros actos”.
- Robert, cuando se reciban los informes de psicología enviarlos al despacho. Si hay alguna novedad de nuestros detectives quiero estar al día.
- Bien, así lo haré, antes tengo cita con el senador Durbin, me toca preparar el festejo del primer aniversario de los jóvenes inmigrantes.
- El senador Richard Durbin, es duro de pelar, hay más de un interesado en que no se apruebe la ley para la reforma migratoria. Los primeros deberíamos ser nosotros – una expresión maliciosa se reflejó en su rostro.
- Así es, ahora queda la decisión final de La Cámara de Representantes.
Robert Patterson sabía muy bien los miles de dólares en el coste de abogados que suponía para los numerosos inmigrantes, por temor al más mínimo error. Las complicaciones por confusiones en las actas de nacimiento y otros documentos, siempre le correspondían a la mayoría de origen hispano. Robert llevaba una vida demasiado ajetreada, dedicada exclusivamente al trabajo, más de quince años formando parte del partido demócrata junto al senador Durbin. Pertenecía por cuenta propia al comité de jóvenes inmigrantes que se hacían llamar “soñadores”. Los demócratas del medio oeste, sobre todo Illinois, impulsaron la proposición de ley para la reforma migratoria, consiguiendo hace un año la firma de 22 senadores para apoyar la iniciativa Obama.
Gilbert pasó el día entero en su despacho, las horas corrían vertiginosamente entre numerosas causas pendientes, con numeroso personal en nómina de lo más cualificado, debía controlar cada uno de los movimientos, de esta forma, había llegado a lo más alto.
A medio día recibió la llamada de Richard.
- Bien dispara.
- Todo muestra que nuestro prestigioso cliente es un mentiroso compulsivo con delirios. Un caso complicado según como llevemos el rumbo Gilbert.
- ¿Una persona que cree sus propias mentiras realmente miente? ¿Apreciará una realidad distinta?
- En parte es una buena noticia.
- Depende, si el juez declara al acusado fuera de sus facultades mentales habrá juicio nulo. Necesitamos un triunfo, una limpieza de imagen para todos, a la fiscalía puede gustarle, pero la imagen de nuestro cliente quedaría en entredicho. ¿Los resultados de las capacidades mentales coinciden con el primer examen de la detención, Richard?
- Iguales sin patologías importantes.
- Bien aclara con el fiscal que el acusado se sigue declarando inocente y nada de lo que hemos hablado saldrá de aquí.
- Entendido Gilbert, como una tumba. Bueno es la profesión reina de la mentira.
- Ocultar una prueba sabiéndolo es un delito, pero darle la vuelta con sigilo es un arte de la abogacía. Las debilidades de nuestro encausado podemos convertirlas en virtudes. El ingenio se desarrolla llegando a la agudeza del talento según como se manipulen los elementos afines a su causa Richard.
- El fin de la causa justifica los medios.
- No Richard, nuestra causa es siempre una quimera, crear una realidad a nuestro favor sin daños colaterales no es posible en nuestro trabajo. No estamos por encima del bien y del mal, ni somos elegidos para dictar el tipo de moral, queremos el veredicto final del jurado a nuestro favor, lo demás no es de nuestra incumbencia.
Capítulo 2.
El despacho de Gilbert se llenó por las sombras del ocaso. La habitación se componía de un conjunto de estanterías recargadas por libros de derecho y alguna que otra novela de aventuras. La válvula de escape para el descanso. Apasionado en sus ratos libres de la lectura, de los clásicos, se implicó desde muy niño en los viajes extraordinarios de Julio Verne, hasta adentrarse en el mundo de la ciencia ficción de H.G. Wells, uno de sus escritores favoritos. También estaba repleto de sillas alrededor de una mesa de reuniones, dos asientos al lado de su escritorio y un sofá amplio pegado a una de las paredes de la sala, algún que otro cuadro de vanguardia y poca cosa más.
Unas horas más tarde la luz amarillenta de la lámpara milenaria y anticuada del escritorio aplomó sus parpados. El tono gris cenizo que producía en contraste con el entorno oscuro de la estancia le empezaba a pasar factura a la vista, más que cansada, agotada. Decidió darle un respiro a su concentración debilitada, los años comenzaban a entorpecer su habilidad al trabajo, los tiempos de descanso le obligaban a parar con más frecuencia de lo deseado. Repasaría su agenda diaria con una de sus empleadas. Teresa Banegas, era una joven recién llegada de Honduras, pero disciplinada, una secretaria eficiente, con gusto y buenas maneras en su trabajo, cosa que era del agrado de Gilbert, partidario de dar una oportunidad a las nuevas generaciones. Teresa entró al despacho con el blog de notas en la mano.
-         ¿Teresa a qué hora tiene cita el senador Deivi Pattinson? – Gilbert le hizo un gesto para que tomara asiento frente a su mesa.
-         Tenía hora para las ocho de esta tarde, pero sin confirmar. Puede que se retrase, tiene un día muy ajetreado pero ha mostrado gran interés por verle hoy sin falta. ¿Parece un asunto de suma importancia?
-         ¡Sí que lo es!
-         En el caso de no poder acudir vendría uno de sus secretarios que se ocupa del tema que tienen que tratar. Es el mensaje que me ha dejado para usted.
-         Estupendo, seguramente nos den las tantas, por lo que puede marcharse a las ocho, no se preocupe, será mejor, así no estaré preocupado por usted.
-         Aquí le dejo la documentación revisada de lo que me pidió esta mañana.
-         Gracias Teresa, estos días que has estado a prueba has sido de gran ayuda. El puesto es tuyo, enhorabuena – la secretaria estuvo a punto de emocionarse. En esos tiempos tener un trabajo fijo para una hispana era un motivo de alegría extrema. Significaba una mejora importante en su calidad de vida, algo de lo que no se suele gozar de su lugar de procedencia.
-         Gracias, señor Gilbert. Esto es una garantía para mi permiso de residencia – Gilber la miró por encima de la montura de sus gafas esbozando una sonrisa, la vio llena de júbilo y gozo, algo que le transmitió desde el inconsciente. Le gustaban las personas agradecidas, con buenas cualidades.
Cuando Teresa termino su jornada, Gilbert decidió salir a la terraza, necesitaba darle una tregua a sus ideas incansables. Una ráfaga de viento gélido le dejó una sensación mustia y marchita dentro de su alma, un mal presagio que estaría a punto de comenzar.
Un destello oscilante tras la puerta corrediza dibujó una imagen conocida, sentada en el sillón de su mesa de trabajo, su propia figura quedó estampada sobre la luna de cristal. Quedó inmóvil durante unos instantes, sorprendido e inquieto. Lentamente salió del letargo. Entro en su despacho alarmado ante tal alucinación. La imagen similar a la suya había desparecido pero en el sofá estaba sentado un desconocido, de actitud tranquila y reposada.
-         ¿Quién es usted? ¿Se puede saber cómo ha entrado, que hace aquí, no le he oído entrar? – Pregunto Gilbert algo desconcertado ante la intromisión de aquel extraño.
-         No se preocupe, observe la puerta abierta y al no encontrar a su secretaria y verlo descansar tomando un poco de aire, decidí que sería mejor no molestarle. Encantado de conocerle soy el secretario del senador Deivi Pattinson – se incorporó y alargó el brazo para estrecharle la mano, de manera atenta – tenía cita con usted a eso de la ocho, por asuntos propios no he podido llegar antes, disculpe.
-         La próxima vez llame, por favor, me ha dado un susto de muerte. Bien empecemos, dígame que mensaje me trae del senador – hizo un gesto para que volviera a tomar asiento en una de las sillas de su escritorio.
-         Es un consejo, el acusado es inocente. Se declarará inocente, no existe nadie que pueda culparlo, es un caso fácil.
-         ¿Pero qué me dice de las declaraciones de los dos autores del crimen?
-         ¿Lograron escapar hace tres días, no es así?
-         Se les puede encontrar.
-         No se preocupe Gilbert, no se les localizará, deje eso en nuestras manos. ¿Me entiende?
-         Creía que venía a proporcionarme información y consejo, pero veo que hay otros intereses en este caso. Habrá que discutirlo, pero necesito saber algo más, algunos matices.
-         Es mejor no hacer muchas preguntas, se lo recomiendo, dejarlo pasar es lo más adecuado.
-         ¿No querrán que nos metamos en un túnel a oscuras, sin saber su profundidad, verdad? En los temas de la justicia eso suele tener consecuencias algo peligrosas.
-         Así es, usted siga esta inspiración, como tal cosa. En cuatro semanas estará todo listo y averiguado, sin problemas. Nuestro hombre saldrá inmune de toda acusación. Hágame caso, es lo mejor para todos, incluso para la marcha del país. No tendrá problemas, usted ocúpese en seguir el proceso como le aconsejamos. 
-         Entiendo – Gilbert hizo una pausa breve esperando respuesta, seguido de un movimiento de observación hacia el secretario, algo empezaba a inquietarle de aquel hombre alto, atractivo y apuesto. Cabello negro perfectamente peinado, trajeado como un alto ejecutivo de empresa. De respuestas rápidas, astutas y despiertas. Un hombre con ingenio, de eso estaba seguro y con cierto acento de la Europa del Este - ¿Señor?
-         Adam Smith.
-         Como el economista y filósofo escocés. Basaba su ideario en el sentido común, espero que usted tenga la misma consideración, haga justicia a su homónimo. Empiezo a sentirme algo viejo para tanta intriga.
-         Nada de enredos. Además, usted tiene cierta edad, pero no es viejo. Una persona empieza a envejecer al sentir que sus metas se cumplen. Las ilusiones aparecen amontonadas. Es entonces cuando se relaja. El paso de los años lo deja vencido. A usted le queda alguna experiencia que descubrir, se ha pasado la vida sin salir de su estudio, con la única finalidad de ver cumplidas sus ambiciones.
-         No se líe tanto. Vaya al grano. ¿Si quiere hablemos del sentido de la vida, de porque con mi edad, sigo en el tajo o en este mundo?
-         Podríamos hablarlo si quiere – los gestos de Adam Smith aparentaban ser superficiales y algo cargantes.
-         ¡Pero qué diablos le ocurre!
-         Cálmese Gilber, apacigüe sus sentidos. Acaba de respirar aire fresco para serenar sus instintos. ¿Dónde mejor que en la ciudad de los vientos? – hizo un giro con la mano derecha, una radio se encendió, sonó la canción Chicago. La voz, Frank Sinatra, salía clara, en perfecta dicción, como un torrente limpio y fluido de la boca de Adam Smith “Chicago, Chicago, esa ciudad para caminar, Chicago, Chicago. La recorrerás conmigo. La amo. Apuesta tu último dólar a que se te irán las tristezas en Chicago, Chicago, la ciudad que Billy Sunday no logró clausurar”. Pero yo sí que lo haré – por un instante miró fijamente la ciudad, con calma prosiguió, volviéndose y abriendo los brazos, con aire de mofa hacia Gilbert, le guiñó con el ojo izquierdo y prosiguió su número musical – “Vi a un hombre bailar con su esposa, en Chicago, Chicago, mi ciudad natal”. ¿Puede usted decir que le pasó algo tan maravilloso en esta ciudad? – Una carcajada perversa sonó desde muy lejos.

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