Quedaban pocas horas antes del
amanecer. Nos abrazamos todos juntos cerca de la alambrada, susurrando casi,
ensayando La Marsellesa como canto único de libertad, antes del gran final. Esa
noche nos cubrían las alas negras de la muerte como único manto cálido en pleno
bosque nevado, el ruido de un Stuka agitaba al sonido, con la sensación de que
iría a estrellarse no muy lejos. Dicen que Dios existe, que existe el diablo,
que si no somos buenos iremos al infierno, pero se olvidaron de contarnos que
el averno habita entre nosotros, que el hombre más sagaz y astuto puede
envenenarse a sí mismo, que Luzbel puede llevar uniforme militar, que solo el
beso de un niño aun sigue puro sin veneno animal, sin virus contagiosos de odio
entre los hombres, pues aun es niño, y siendo así, los niños pueden ser muy
crueles entre ellos. Llamaron a la puerta, abrió mi hermano pequeño. Se los
llevaron a todos sin mediar palabra alguna, no preguntaron los nombres, ni
apellidos. Mi vecino de planta, un anciano compañero de trabajo de mi padre de
toda la vida, me lo dijo tres días más tarde, con miedo, nervioso, asustado al
recordarlo, temblaban sus piernas ante lo incomprensible, aunque no llamaron a
su puerta, se asomo al pasillo, pero el pánico le hizo retroceder escondiéndose
tras la puerta. Pensó que cualquier día podrían llamar a la suya, y se escondió
en el sótano oscuro y silencioso, intento callar para siempre, pero no fue
quien nos delato.
Disimulaba como podía por las
empedradas calles de París. Unos hombres vestidos de uniforme de partido se
divertían mientras fotografiaban a un niño rubio en la entrada a un portal con
una pizarra a sus pies que ponía: “niño rata”.
Pude escapar y reunirme a un grupo de
resistencia. No conocí nunca sus verdaderos apellidos, siempre intentaría
olvidar sus rostros, la imagen del compañero fiel que lucha a tu lado, del
camarada cansado y exhausto, que empuña su fusil como un palo rígido, mustio y
seco. Solo queda el semblante del héroe, los rasgos de la desesperación,
apariencias alegres ante la catástrofe. El valor de los que luchaban por la
libertad, se perdía y pagaba con una cuerda al cuello, o un tiro de gracia en
la frente en el mejor de los casos, mejor no saber nunca sus nombres...
Con el tiempo ganaron los muchachos de
la montaña, los ancianos les guardaban comida y cobijo en las aldeas escondidas
entre los bosques perdidos. No llegué a ver la victoria, solo sé que quedaba
poco para todo final. Mis camaradas creen que si faltan hoy, mañana habrá otros
iguales que sigan el baile. Los que sí pudieron verlo se quedaron con el honor
del éxito y con la amargura de las pesadillas bañadas en el sudor frio del terror
al no poder despertar, con el recuerdo siempre clavado en la piel, de los que
no pudieron decirles adiós. Las garras del mal pueden ganar batallas, pero
jamás ganaran a las ganas de libertad, ni arrancar la empatía de quienes la
tengan, la piedad del grande se esconde en su interior para no ser descubierta,
llega envuelta en sufrimiento y se suelta en un susurro, nunca vocifera en el
grito de la soberbia, la solidaridad de los extraños se manifiesta solo con
mirarse a la cara, misteriosa se reconoce a sí misma, al igual que reconoce a
las sombras tambaleantes e inseguras en sí mismas, a las que combatirán siempre
por igual.
Amaneció, el suelo era frio, nevaba,
la brisa del alba llegaba a la piel gélida e impetuosa. Nos taparon los ojos, el ruido de los rifles
no estaba lejos, los gritos de las bestias taladraban los tímpanos. Nos dio
tiempo a unir las manos como estaba ensayado, y cantamos en alto el himno de
nuestro país, que recuerda que todos los hombres nacen libres, y mueren libres,
nadie puede atarnos el alma, lo que sentimos y pensamos, por muchos lunáticos
cobardes que intenten borrarnos del mapa.
Llegado el fin, sentí que seguía
caminando, junto con los míos, aquellos que salieron presos por la puerta, los
mismos que vio mi vecino marchar en su último adiós, ahora eran libres, todos
con aspecto bien cuidado y joven. Nos dirigimos por un túnel donde no sentí
frío ni calor, cogidos de la mano, como estaba hasta el último segundo bajo las
estrellas unido a mis camaradas. Solo tenía el convencimiento de que ya no
tendríamos que luchar más, que la paz había llegado, las banderas se borraron
para siempre, nos habíamos emancipado de la soberbia, la luz del final lo
transmitía. La tinta de los libros no se mezclaría más con la sangre de los
inocentes, la luz al final de ese túnel era la esperanza de muchos, y los que
no creían en nada, comprendieron, si dios no estaba en los campos de
concentración, tenía que estar en algún sitio pues aquello llegó a ser
demasiado, el dolor hizo temblar a la tierra, y la tierra necesitaba algo más
que los hombres, quizás estaría allí la respuesta, todos necesitarían la luz
nueva al final de ese túnel.