Era de
madrugada cuando salíamos del cine, la sesión golfa de un viernes como otro
cualquiera. Carla estaba tranquila pues reposaba parte de su rostro pegado a mi
hombro, agarrada a mi brazo por primera vez, como si estuviésemos suspendidos
ante un precipicio y fuese el único lazo de sujeción anclado a la tierra. Empezábamos
a conocernos, con un cuidado y formalidad anticuada, sin prontas diligencias ni
altas velocidades para no atraer al vértigo. A la salida del cine, y lejos de
cualquier ruido, la luna llena se bañaba derramándose en luz clara, nítida y
brillante. Rebotaba sobre la explanada el eco de nuestros pasos, al
aproximarnos a un descampado que servía de aparcamiento. Todo el día había
pasado en armonía, acorde al equilibrio de los acontecimientos. Empezaba a
ilusionarme, comenzaba a soñar despierto.
Una vez en el
coche comentamos algo del argumento de la película. Una trama conseguida del género
del terror, aunque distraída, fue lo suficientemente larga para provocar estrés.
Tanta tensión sin descanso, de sobresalto en sobresalto, temor tras tanto
terror, estado de rigidez a cada minuto, presiones emocionales a cada segundo.
El brazo salió un poco perjudicado tras los apretones de mi compañera, una
puerta que chirría, ventanas que crujen, un grito escalofriante, sucesos
estériles fundidos entre fondo negro...
Tras pararnos
en un semáforo, giré el rostro para contemplar el suyo y preguntarle algo que me
intrigaba de la película, pero con cierta ironía:
- ¡Carla! ¿Quedarse
suspendido en sueños, saliendo de tu cuerpo con conciencia, la suficiente para
ser recordada, tiene que ser una pasada, verdad?
A Carla se le
escapó una sonrisa burlona. Miradas entrecruzadas. Ojos verdes intensos, atentos
y penetrantes. Pupilas que rivalizaban en hermosura a las profundidades de los
lagos. Su iris helaba a cualquier sentido. Ágiles las respuestas. Su cabello, brillante
como el negro azabache, duro e intenso. Su perfil oculto, jugueteaba entre las sombras
de la ventanilla, silueta ágil entre contrastes de luces tenues. Caprichosos
aros de luz, reflejos que se filtraban hacia el interior, al paso veloz de las
farolas.
- Más bien debe
ser desconcertante. La verdad es que todavía sigo inquieta. Para un momento y
piensa que de estar en un placido sueño en menos de un chasquido nos vamos por
ahí de paseo, sin haber tomado una decisión consciente, la verdad que no deja
de ser preocupante. Sería quedarse sin libre albedrío. ¿Verdad?
Carla llevaba
razón, la verdad es que verte a ti mismo suspendido en el espacio y que tu
cuerpo continué, como si nada, en esa morbosa modorra, no podía dejar a nadie
indiferente. Mientras la razón crea esa cierta desazón de la que Carla me
comentaba, recordé que alguien dijo alguna vez: “el poder de la razón crea sus
propios monstruos”. Preguntas sin respuesta. Intentaba aparentar seriedad, sin
trascender más la conversación, aunque no hablaba del todo de veras. Me tenía
calado, por eso solo me siguió el juego, como tal cosa.
- ¿Sabes? Estoy
pensando como hacer un viaje de esos. ¿Como seria? ¡Como llegar a un
restaurante exótico y pedir un viaje astral, a la carta, y para esta noche por
favor! Miraré en Internet como va este tema y trataré antes de dormirme de ponerlo
en práctica. ¿Que te parece?- Una mueca leve se me escapó, desde la comisura de
los labios.
-¿Un astral de
esos no? Apropiado al menú del día y con el beneplácito del chef-un guiño
cómplice y empático acompaño a las palabras de Carla-. Parece como el que se
toma una hamburguesa con queso, ¿ya sabes? Para algunas personas este es un
tema muy serio. Luego no me vengas con: “¡Carla por las noches veo muertos!” Desde
luego para encapricharme de ti, hay que andar por “el sexto sentido”-esbozo una
sonrisa seductora, agradable.
Comenzando con
tono festivo me convenía cambiar de página. Siempre es mejor un punto y a parte
a tiempo que empalagar las situaciones.
Dejé a Carla en
la puerta de su casa, con beso furtivo, preludio con signos de comienzo. Aquella
noche había acabado. Me disponía a entrar en mi cama, con el baso de leche fría
en la mesilla, como siempre, cuando tuve la última ocurrencia del día. Miré al
portátil, intrigado, lleno de preguntas que aun no había conseguido disipar de
mi mente, hurgando en la curiosidad. Me empape bien, leyendo con suma atención
hasta que me atreví con un experimento.
-Primer paso: Cerrar
los ojos, y tranquilizar todo tu ser.
-Segundo paso:
Concentrarme en un punto fijo, a una distancia de metro y medio, dos a lo
mucho.
-Tercer paso:
Procurar que se levante el cuerpo pero sin moverlo. Que la energía que hay en
tu interior tenga la intención de salir. Suspendiéndose la conciencia fuera del
recipiente, al ejercicio y servicio de los sentidos.
-Cuarto paso: Sentir
una electricidad estática que se transmite a forma de cosquilleo, picor y multitud
de censores pequeños que se deslizan anárquicos entre las venas. Bullen cada
vez más, prestos hacia el encuentro inesperado, hacia las incongruencias de la
razón.
-Quinto: El momento
clave. Punto más álgido del trayecto, la culminación del clímax. Palpar y
probar intensamente con el acenso, la realización final del proceso, descifrar
la clave tras el hecho consumado.
¡Caramba! Mi cuerpo se desplaza, se despega
como un chicle anclado en tierra. Sensación de estar sumergido en un nuevo
universo. Los músculos comienzan su estado de cansancio, agotamiento físico.
-Sexta:
Despertar, abrir los ojos con escozor en los parpados, hormiguillo destemplado con
sabor a desilusión. Parecía que no había pasado nada en absoluto.
-¡Pero! ¿Quien
esta durmiendo hay? ¿Quien ha entrado mientras dormía?
-¡Pero! ¿Con
quien hablo? Me pareció estar hablando con alguien tan parecido. Cuidado hay
algo más que esta pensando en mi interior, a la par, pero con autonomía propia.
¡Horror! Sensaciones encontradas, al libre albedrío, siendo el mismo pero atrapado
en dos, divididos a la vez. Respuestas a mis propias preguntas, llamadas desde
el otro lado de mi reflejo, sombras dispares chocan contra el espejo del cuarto
de baño. Ligero, ágil, flotando en atmósfera cero.
Acto seguido me
aseo, intentando llegar a la tranquilidad, a esa normalidad más absoluta.
¡No, todo,
todo, no esta como debiera! El vaho del agua caliente del grifo se impregna al
espejo, dejándose ver algunas sombras que actúan a los movimientos de un
reflejo, por cuenta propia, sin autoridad ni mando de mi consciente. Imagino
que podría salir de mi interior un grito de chica, estilo “Saw”. ¡Que angustia!
Broma macabra, sensaciones indeseables, que pueden salir muy caras.
¿Y ahora que?
Habrá que pensar en ir a algún sitio, desplazarse con los sentidos, con efecto permanente,
sin domino de la situación. Siento que estoy en dos cuerpos a la vez. Un
verdadero dilema ¿Pero con cual de los dos quedarse? ¿Como cargar con tantos
sentidos nuevos a la vez?
Pensemos que
escribimos una historia. Ha de ser de un día cualquiera, con mañana de cielo
limpio y claro muy soleada. Época la edad media. ¡Valla empieza la cosa a salir
del revés! Despierto, es un amanecer lleno de humedad, bruma y niebla baja y
espesa. Esto no es lo que había programado, maltrechas las primeras intenciones
viajeras. Aunque si que parece la edad media. El olor a tierra mojada se
mezclaba con la nieve suspendida en capas blancas, ayudando a suavizar los
rescoldos de las brazas que rodeaban a unas murallas casi en su totalidad
derruidas, en apariencia decrepitas. El ligero y ascendente humo que salía de
las ascuas moribundas, los estandartes abandonados, los escudos maltrechos,
todo indicaba no haber pasado mucho tiempo después de alguna catástrofe, batalla,
acto violento o extremo.
Creía que solo necesitaba concentrarme, que todo estaría
conseguido con solo desear donde querría encontrarme pero resulto no ser así,
los actos no los dominaba ni eran vasallos a la vez de mis voluntades.
Una carreta enorme, gigantesca y vacía se alejaba por un camino
estrecho, tirada por un par de bueyes sin nadie a su guía, como si conociesen
de memoria su destino. Se adentraban en una vía arropada entre la arboleda que
apenas dejaba filtrar algún reflejo, tonos sin brillo, marcas y huellas
invadidas por el fango. Siguiendo el sendero opuesto al dejado por el carretón
de madera, con paso lento contagiado del lúgubre y sombrío lugar, me iba
acercando cada vez más a las murallas de una ciudad desierta, de la que no se
oía nada, ni a nadie. El silencio era extremo, duro, compacto, firme y sólido.
Hasta que despertó el silbido del viento, el aire cargado en humedad bañaba mi
espalda. Eché un vistazo tras mis pasos, la estepa blanquecina, se dejaba
sentir la corriente ligera, dulce tañido sobre los campos de trigo madurando
para la siega, ondulados como un mar casi en calma, espigas flexibles y
sinuosas, formas hinchadas por la brisa, deslizándose a manera de una danza,
presagio a la tristeza. En un recoveco de la muralla, se entraba a una especie
de cementerio, algo reducido, con una docena de lápidas, alineadas en dos filas
simétricas, de a seis cada una. Fue curioso al fijarme en ellas, el no encontrar
inscrito nombre alguno. Desde mi base donde me encontraba, se escalonaba de manera
ascendente, recostada y empinada un palacio completamente desierto, casi en
ruinas. Aprecié desde sus terrazas terminadas en columnas, una mirada
vigilante, llamada instintiva. Una joven apoyaba su cuerpo menudo y ligero
contra una de esas pilastras. Contemplaba inmóvil el fin de una ciudad perdida
en el vacío de las sombras. Oculta tras un manto, cubierta desde la cabeza
hasta los pies, sudorosa. Respiración abatida, desaliento provocado por una humedad
bochornosa, repentina e insoportable. Se fue borrando lentamente su silueta, a
la vez que se iba despejando la espesura de la niebla, el sol apenas conseguía
hacerse un hueco entre las capas frondosas de la calima, hasta poder
identificar a mi lado la silueta y el contorno de doce damas, similares a la joven
de hace solo un instante. El trazo de sus siluetas, sus cabellos negros y
rizados, caídos suavemente sobre sus delicados y finos hombros, hacían que no
pudiera contemplar por completo sus rostros, aunque los sentidos me hacían
presagiar que me encontraba muy próximo a Carla. Idénticas, como almas gemelas.
Cada una portaba flores recogidas a su pecho, con pose de tristeza, amargura afligida
presa del estado de ánimo. Pero no podía hablarle a ninguna, ni expresar movimientos
propios y voluntarios ni por asomo. Daba la sensación de ser un espectador
silente, para nada sosegado. Menos tranquilo aun estaría, al aclararse más y
más la espesura de la bruma que permitía poder contemplar a una por una, desde
la más absoluta nitidez de sus rostros, siendo estos más reconocibles, siendo
respuesta clara de mis presagios. Posicionadas al frente de sus respectivas
lápidas, como si a cada tumba les ligara un misterio universal. Algo que se
escapaba a mi comprensión y que me tenía sujeto como una estatua a la tierra. Impactante
fue encontrar que las doce tumbas cada una por igual contenían una misma inicial.
Cual no sería el asombro provocado. El más vil de los espantos al descubrir en
cada una de ellas las iniciales pertenecientes a mi nombre y apellidos.
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