Las
huellas que dejaba en la arena tras de sí eran menudas casi insignificantes.
Deditos nimios, de una finura impresa y fija en la orilla casi trivial e
insustancial. Quizás debido a la poca corpulencia aun de sus cinco años. Nolito
no era de una envergadura relevante para su edad. Iba presuroso, a la vez que
ligero, ágil e intrépido, con ojos despiertos, raudo y presto a toda novedad en
su juguetona carrera. El cuadro retratado en el que un instante eran momentos eternos
paralizados en el tiempo para un niño de su ingenio y fantasía estaban formados
entre una playa casi desierta y como únicos obstáculos pequeñas barcas de
pescadores que reposaban ancladas en la arena. Redes viejas y algas atrapadas
en ellas, remos despreocupadamente colocados. Vetusta pipa de marinero caída en
el interior. Rastros previsibles del ansiado reposo tras una larga y dura
jornada.
El
mar se contemplaba sereno pero serio. Flemático en su imperturbable inmensidad.
Aguas frías y firmes, con sus olas tranquilas a la vez que vigilantes, con la única
previsión certera de morir en la orilla. Cabrilleos guardianes de tanta majestuosidad
agigantada en lo colosal de sus luces brillantes. Rielar tembloroso de luz trémula
que abarca asta donde la vista lleva, al sin fin del ocaso, la esperanza muerta
en el mañana, la alegría inocente de la niñez, el hoy, la fuerza del presente.
Pero el mar, este mar, es el que del recuerdo de un niño, procede unido, único,
ese que no muere jamas.
Nolito
era aun feliz, vivía aun la inocencia propia de su edad, con esa carita fundida
a eternidad, más acentuada aun debido a la época en que le toco formar parte. Y
también, digamos al ser de clase social media alta. Pues en aquellos días,
principios de la década de los treinta, las clases formaban un límite muy
grueso y diferenciado. El pueblo en el que se criaba Nolito era por esas fechas
un pueblecito de pescadores. Pequeño pero cercado. Rodeado de pequeñas aldeas
que comunicaban de forma desperdigada, dispersa, algo perdida por entre intransitables
caminos que conducían a pueblecitos con parecidos y características comunes,
difuminados por entre la larga costa gallega.
Corría
y corría sin parar, con cuidado de no terminar de manchar irremediablemente el
uniforme del colegio. Pantalones negros, camisa blanca, muy parecidos a las
prendas obligatorias de los domingos y fiestas de guardar. Al saltar por entre
los escollos y rompientes, rocas, farallones que acababan en pequeños acantilados
cerrados, conseguía que su propio rostro risueño y alegre se transmitiera en ese
status festivo, jovial e inherente a esas alegrías rebosantes de
despreocupaciones, muy propias de los chicos a su edad. De naricilla roma, embozadamente
achatada, reflejo de una apacible bondad en su rostro. Todo marcaba en la
tranquilidad de su semblante el inconfundible temperamento tranquilo y noble,
actitudes llenas de humores e índoles traviesas, perceptibles por dotes de
inteligencia que se señalaban a su vez en un contrastado don de gentes que le
proporcionaban el más que suficiente y satisfactorio cariño del que toda
persona necesita en este mundo para una mejor estancia y provecho del.
Al
atardecer antes del ocaso en esa postrimería, oscura e intermitente decadencia
de los colores del cielo, al contraste con el azul ascendente de la superficie
del océano llenaba por completo la atención y curiosidad de Nolito. La vetustez
progresiva en la degradación de los colores primarios en su horizonte, la senectud
de sus tonos le abstraía por completo en uno sin fin de reflexiones impropias
de un niño a su edad. Pensativo, con rostro preocupado, Nolito contemplaba
tranquilamente todo este misterio que se repetía día tras día como de un
acontecimiento nuevo que para el se tratara. A media tarde, cercano el invierno
y entrada ya la hora de la merienda, compartía algunas migas del bocadillo, escondido
de madre, con las gaviotas. Sentado desde unas rocas angulosas, aristadas hacia
el precipicio hondo, sin fin, del acantilado. Borde algo deteriorado, gastado
por el viento y la lluvia, Nolito se inclinaba desde el para contemplar el
despeñadero que formaba desde tal altura, ese abismo degradado, como ruinas abatidas
por las olas, que con mar bravía morían en las escarpaduras abruptas de las afiladas,
corroídas y desgastadas rocas. Madre, que se encontraba charlando con las
vecinas del lugar lo observaba, angustiada por ese manojo lleno de nerviosos, curioso
y fisgón que se arrimaba demasiado a ese precipicio. El pequeño parque que daba
a su límite, en el borde de este despeñadero, cortaba casi en vertical y a
plomo, proporcionando unas vistas inmensas y bien desarrolladas. Donde la vista
perdía más allá de lo que solo los sueños e imaginación pueden protagonizar en
nuestro pensamiento, adicto posterior a arduas reflexiones, abatidas, casi
siempre inacabadas. En este caso a Nolito se le acabo el observar arduo y voraz,
hacia todos los lados. Madre lo llamaba para ir a casa, se hace tarde. Padre
llegaría pronto desde Ferrol. Los astilleros podrían pasar sin su supervisión este
fin de semana.
-¡Vamos
hijo que se hace tarde! Padre esta al llegar, y querrá verte, y preguntarte la
tarea. ¿Has hecho lo que te dejo para la semana, Nolito?. Vamos date prisa, el
cielo no pinta bien. No quiero que nos coja el orvallo rapaz.
(“Orvallo”,
se conoce: como la lluvia menuda que cae de la niebla, precioso el significado
en el dialecto Gallego).
Madre,
no es que fuera gallega de pura cepa. Nacida en Madrid por circunstancias, (el abuelo
Víctor era diputado por a Coruña). Sus primeros años de vida, la niñez y parte
de su juventud, estuvieron más ligados a la capital de España, entre idas y
venidas interminables. Allí paso su infancia más aburguesada, sin hacerla olvidar,
debido al arraigado linaje ancestral, consanguíneo y tradicional de una familia
oriunda de a Coruña, en las costumbres, dichos y dialectos propios de estas
tierras, donde permanecía desde su casamiento, hace unos años, más anclada, de
manera casi definitiva a su Galicia atávica. Se acordó entre familias el
acertado rumbo de esta, el enlace con su futuro esposo un hombre de inmejorable
condición y aun mejor posición, reconocida tanto en Galicia como en gran parte
de España. Pues formaba parte de la familia encargada de los astilleros,
conocidos y reconocidos por su acero, en el Ferrol.
Madre
es Encarna. De belleza robusta pero sin llegar a obesa. Propias de prototipos a
la moda de la época, quien podía permitírselos, claro esta. Encarna pudo
disfrutar su niñez. Una infancia reposada en la seguridad de año tras año sin
ninguna criba. Sin trabas a un futuro posible y lleno de esperanza. Sin llagas
impresas en el alma, entre rencores vivos ya en algunos ambientes. Inquinas
propias de una posible, con el pasar de no muchos años, más que previsible guerra
civil, que rondaba ya como un yugo opresivo para el futuro de Nolito. Peno no
obstante más oscuro ese futuro llegaría a ser para Encarna y para Padre.
Pues
la república renacía con nuevos bríos. El país empezaba a ser observado un poco
más desde el exterior. La novedad, con esos brotes vigorosos, deseos jóvenes de
libertad, en estados demasiado embrionarios aun, incluso para el progreso y
puntos de miras del resto del mundo que otearían como aliados de la intriga, la
de una época oscura y sombría. Maquinaciones y enigmas que cernerían al acecho oriundo
y originario de entre las sombras, derramamientos de la sangre propia. La
muerte cohabitada por entre consanguíneos afines, herederos ambos de una
certera derrota. Pronto llegaría el zarandar limpio del grano, la separación
cernida de la misma linfa, tamizada a un destello de hacha.
No hay comentarios:
Publicar un comentario