sábado, 3 de marzo de 2012

Nolito


Las huellas que dejaba en la arena tras de sí eran menudas casi insignificantes. Deditos nimios, de una finura impresa y fija en la orilla casi trivial e insustancial. Quizás debido a la poca corpulencia aun de sus cinco años. Nolito no era de una envergadura relevante para su edad. Iba presuroso, a la vez que ligero, ágil e intrépido, con ojos despiertos, raudo y presto a toda novedad en su juguetona carrera. El cuadro retratado en el que un instante eran momentos eternos paralizados en el tiempo para un niño de su ingenio y fantasía estaban formados entre una playa casi desierta y como únicos obstáculos pequeñas barcas de pescadores que reposaban ancladas en la arena. Redes viejas y algas atrapadas en ellas, remos despreocupadamente colocados. Vetusta pipa de marinero caída en el interior. Rastros previsibles del ansiado reposo tras una larga y dura jornada.
El mar se contemplaba sereno pero serio. Flemático en su imperturbable inmensidad. Aguas frías y firmes, con sus olas tranquilas a la vez que vigilantes, con la única previsión certera de morir en la orilla. Cabrilleos guardianes de tanta majestuosidad agigantada en lo colosal de sus luces brillantes. Rielar tembloroso de luz trémula que abarca asta donde la vista lleva, al sin fin del ocaso, la esperanza muerta en el mañana, la alegría inocente de la niñez, el hoy, la fuerza del presente. Pero el mar, este mar, es el que del recuerdo de un niño, procede unido, único, ese que no muere jamas.
Nolito era aun feliz, vivía aun la inocencia propia de su edad, con esa carita fundida a eternidad, más acentuada aun debido a la época en que le toco formar parte. Y también, digamos al ser de clase social media alta. Pues en aquellos días, principios de la década de los treinta, las clases formaban un límite muy grueso y diferenciado. El pueblo en el que se criaba Nolito era por esas fechas un pueblecito de pescadores. Pequeño pero cercado. Rodeado de pequeñas aldeas que comunicaban de forma desperdigada, dispersa, algo perdida por entre intransitables caminos que conducían a pueblecitos con parecidos y características comunes, difuminados por entre la larga costa gallega.
Corría y corría sin parar, con cuidado de no terminar de manchar irremediablemente el uniforme del colegio. Pantalones negros, camisa blanca, muy parecidos a las prendas obligatorias de los domingos y fiestas de guardar. Al saltar por entre los escollos y rompientes, rocas, farallones que acababan en pequeños acantilados cerrados, conseguía que su propio rostro risueño y alegre se transmitiera en ese status festivo, jovial e inherente a esas alegrías rebosantes de despreocupaciones, muy propias de los chicos a su edad. De naricilla roma, embozadamente achatada, reflejo de una apacible bondad en su rostro. Todo marcaba en la tranquilidad de su semblante el inconfundible temperamento tranquilo y noble, actitudes llenas de humores e índoles traviesas, perceptibles por dotes de inteligencia que se señalaban a su vez en un contrastado don de gentes que le proporcionaban el más que suficiente y satisfactorio cariño del que toda persona necesita en este mundo para una mejor estancia y provecho del.
Al atardecer antes del ocaso en esa postrimería, oscura e intermitente decadencia de los colores del cielo, al contraste con el azul ascendente de la superficie del océano llenaba por completo la atención y curiosidad de Nolito. La vetustez progresiva en la degradación de los colores primarios en su horizonte, la senectud de sus tonos le abstraía por completo en uno sin fin de reflexiones impropias de un niño a su edad. Pensativo, con rostro preocupado, Nolito contemplaba tranquilamente todo este misterio que se repetía día tras día como de un acontecimiento nuevo que para el se tratara. A media tarde, cercano el invierno y entrada ya la hora de la merienda, compartía algunas migas del bocadillo, escondido de madre, con las gaviotas. Sentado desde unas rocas angulosas, aristadas hacia el precipicio hondo, sin fin, del acantilado. Borde algo deteriorado, gastado por el viento y la lluvia, Nolito se inclinaba desde el para contemplar el despeñadero que formaba desde tal altura, ese abismo degradado, como ruinas abatidas por las olas, que con mar bravía morían en las escarpaduras abruptas de las afiladas, corroídas y desgastadas rocas. Madre, que se encontraba charlando con las vecinas del lugar lo observaba, angustiada por ese manojo lleno de nerviosos, curioso y fisgón que se arrimaba demasiado a ese precipicio. El pequeño parque que daba a su límite, en el borde de este despeñadero, cortaba casi en vertical y a plomo, proporcionando unas vistas inmensas y bien desarrolladas. Donde la vista perdía más allá de lo que solo los sueños e imaginación pueden protagonizar en nuestro pensamiento, adicto posterior a arduas reflexiones, abatidas, casi siempre inacabadas. En este caso a Nolito se le acabo el observar arduo y voraz, hacia todos los lados. Madre lo llamaba para ir a casa, se hace tarde. Padre llegaría pronto desde Ferrol. Los astilleros podrían pasar sin su supervisión este fin de semana.
-¡Vamos hijo que se hace tarde! Padre esta al llegar, y querrá verte, y preguntarte la tarea. ¿Has hecho lo que te dejo para la semana, Nolito?. Vamos date prisa, el cielo no pinta bien. No quiero que nos coja el orvallo rapaz.
(“Orvallo”, se conoce: como la lluvia menuda que cae de la niebla, precioso el significado en el dialecto Gallego).
Madre, no es que fuera gallega de pura cepa. Nacida en Madrid por circunstancias, (el abuelo Víctor era diputado por a Coruña). Sus primeros años de vida, la niñez y parte de su juventud, estuvieron más ligados a la capital de España, entre idas y venidas interminables. Allí paso su infancia más aburguesada, sin hacerla olvidar, debido al arraigado linaje ancestral, consanguíneo y tradicional de una familia oriunda de a Coruña, en las costumbres, dichos y dialectos propios de estas tierras, donde permanecía desde su casamiento, hace unos años, más anclada, de manera casi definitiva a su Galicia atávica. Se acordó entre familias el acertado rumbo de esta, el enlace con su futuro esposo un hombre de inmejorable condición y aun mejor posición, reconocida tanto en Galicia como en gran parte de España. Pues formaba parte de la familia encargada de los astilleros, conocidos y reconocidos por su acero, en el Ferrol.
Madre es Encarna. De belleza robusta pero sin llegar a obesa. Propias de prototipos a la moda de la época, quien podía permitírselos, claro esta. Encarna pudo disfrutar su niñez. Una infancia reposada en la seguridad de año tras año sin ninguna criba. Sin trabas a un futuro posible y lleno de esperanza. Sin llagas impresas en el alma, entre rencores vivos ya en algunos ambientes. Inquinas propias de una posible, con el pasar de no muchos años, más que previsible guerra civil, que rondaba ya como un yugo opresivo para el futuro de Nolito. Peno no obstante más oscuro ese futuro llegaría a ser para Encarna y para Padre.
Pues la república renacía con nuevos bríos. El país empezaba a ser observado un poco más desde el exterior. La novedad, con esos brotes vigorosos, deseos jóvenes de libertad, en estados demasiado embrionarios aun, incluso para el progreso y puntos de miras del resto del mundo que otearían como aliados de la intriga, la de una época oscura y sombría. Maquinaciones y enigmas que cernerían al acecho oriundo y originario de entre las sombras, derramamientos de la sangre propia. La muerte cohabitada por entre consanguíneos afines, herederos ambos de una certera derrota. Pronto llegaría el zarandar limpio del grano, la separación cernida de la misma linfa, tamizada a un destello de hacha.

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