martes, 6 de marzo de 2012

Me escondí entre un montón de gente, la mirada perdida, ignorando entre la fila a la burla y al menosprecio, la cabeza inclinada, pisadas arrastradas entre cadenas de opresión. Atrapados por la farsa y la maquinación, una puesta de sol emboscada a nuestras espaldas nos enjaulo. Caminamos como manadas, recua de presos por la libertad y te di la mano. Desde entonces ya, no dimos pasos separados. Nuestras huellas quedaron en la nieve para siempre, marcas eternas desde el fuego de las entrañas.
 Llegados al destino, cruce con sangre una raya, una línea fronteriza, confín lejano de la esperanza. Unas lágrimas cercanas se hundían como semillas orgullosas. Último relámpago antes del desplome, perder el equilibrio mientras el último azul del cielo gira entorno al recuerdo del color de tus ojos. ¿Se puede ser más dichoso, al tener el tesoro de tu imagen, el de la dulce expresión de tu mirada, en estos instantes? Una prenda que no se podía arrancar. Caudal de dicha de los últimos segundos que nadie te puede arrebatar.
La virtud enérgica desde la humildad al saber que no somos nada. Solo quedará el último aliento, perdido entre el vaho de la noche, entre el honor y la fe de una lucha, al saber que todos los nombres marchan conmigo, la fidelidad entre los que se relevan, a través del silencio, de nuestro secreto. Convicción y confianza en el compañero que aun avanza. Esta es la sangre del camarada, el único móvil de que mane sobre mi pecho, dogma humano vasado en el principio primitivo de la especie: por la paz y libertad de todos.
No hay muerte más digna, que la dada por el bien de los demás, como la del “PARTISAN”.

sábado, 3 de marzo de 2012

Nolito


Las huellas que dejaba en la arena tras de sí eran menudas casi insignificantes. Deditos nimios, de una finura impresa y fija en la orilla casi trivial e insustancial. Quizás debido a la poca corpulencia aun de sus cinco años. Nolito no era de una envergadura relevante para su edad. Iba presuroso, a la vez que ligero, ágil e intrépido, con ojos despiertos, raudo y presto a toda novedad en su juguetona carrera. El cuadro retratado en el que un instante eran momentos eternos paralizados en el tiempo para un niño de su ingenio y fantasía estaban formados entre una playa casi desierta y como únicos obstáculos pequeñas barcas de pescadores que reposaban ancladas en la arena. Redes viejas y algas atrapadas en ellas, remos despreocupadamente colocados. Vetusta pipa de marinero caída en el interior. Rastros previsibles del ansiado reposo tras una larga y dura jornada.
El mar se contemplaba sereno pero serio. Flemático en su imperturbable inmensidad. Aguas frías y firmes, con sus olas tranquilas a la vez que vigilantes, con la única previsión certera de morir en la orilla. Cabrilleos guardianes de tanta majestuosidad agigantada en lo colosal de sus luces brillantes. Rielar tembloroso de luz trémula que abarca asta donde la vista lleva, al sin fin del ocaso, la esperanza muerta en el mañana, la alegría inocente de la niñez, el hoy, la fuerza del presente. Pero el mar, este mar, es el que del recuerdo de un niño, procede unido, único, ese que no muere jamas.
Nolito era aun feliz, vivía aun la inocencia propia de su edad, con esa carita fundida a eternidad, más acentuada aun debido a la época en que le toco formar parte. Y también, digamos al ser de clase social media alta. Pues en aquellos días, principios de la década de los treinta, las clases formaban un límite muy grueso y diferenciado. El pueblo en el que se criaba Nolito era por esas fechas un pueblecito de pescadores. Pequeño pero cercado. Rodeado de pequeñas aldeas que comunicaban de forma desperdigada, dispersa, algo perdida por entre intransitables caminos que conducían a pueblecitos con parecidos y características comunes, difuminados por entre la larga costa gallega.
Corría y corría sin parar, con cuidado de no terminar de manchar irremediablemente el uniforme del colegio. Pantalones negros, camisa blanca, muy parecidos a las prendas obligatorias de los domingos y fiestas de guardar. Al saltar por entre los escollos y rompientes, rocas, farallones que acababan en pequeños acantilados cerrados, conseguía que su propio rostro risueño y alegre se transmitiera en ese status festivo, jovial e inherente a esas alegrías rebosantes de despreocupaciones, muy propias de los chicos a su edad. De naricilla roma, embozadamente achatada, reflejo de una apacible bondad en su rostro. Todo marcaba en la tranquilidad de su semblante el inconfundible temperamento tranquilo y noble, actitudes llenas de humores e índoles traviesas, perceptibles por dotes de inteligencia que se señalaban a su vez en un contrastado don de gentes que le proporcionaban el más que suficiente y satisfactorio cariño del que toda persona necesita en este mundo para una mejor estancia y provecho del.
Al atardecer antes del ocaso en esa postrimería, oscura e intermitente decadencia de los colores del cielo, al contraste con el azul ascendente de la superficie del océano llenaba por completo la atención y curiosidad de Nolito. La vetustez progresiva en la degradación de los colores primarios en su horizonte, la senectud de sus tonos le abstraía por completo en uno sin fin de reflexiones impropias de un niño a su edad. Pensativo, con rostro preocupado, Nolito contemplaba tranquilamente todo este misterio que se repetía día tras día como de un acontecimiento nuevo que para el se tratara. A media tarde, cercano el invierno y entrada ya la hora de la merienda, compartía algunas migas del bocadillo, escondido de madre, con las gaviotas. Sentado desde unas rocas angulosas, aristadas hacia el precipicio hondo, sin fin, del acantilado. Borde algo deteriorado, gastado por el viento y la lluvia, Nolito se inclinaba desde el para contemplar el despeñadero que formaba desde tal altura, ese abismo degradado, como ruinas abatidas por las olas, que con mar bravía morían en las escarpaduras abruptas de las afiladas, corroídas y desgastadas rocas. Madre, que se encontraba charlando con las vecinas del lugar lo observaba, angustiada por ese manojo lleno de nerviosos, curioso y fisgón que se arrimaba demasiado a ese precipicio. El pequeño parque que daba a su límite, en el borde de este despeñadero, cortaba casi en vertical y a plomo, proporcionando unas vistas inmensas y bien desarrolladas. Donde la vista perdía más allá de lo que solo los sueños e imaginación pueden protagonizar en nuestro pensamiento, adicto posterior a arduas reflexiones, abatidas, casi siempre inacabadas. En este caso a Nolito se le acabo el observar arduo y voraz, hacia todos los lados. Madre lo llamaba para ir a casa, se hace tarde. Padre llegaría pronto desde Ferrol. Los astilleros podrían pasar sin su supervisión este fin de semana.
-¡Vamos hijo que se hace tarde! Padre esta al llegar, y querrá verte, y preguntarte la tarea. ¿Has hecho lo que te dejo para la semana, Nolito?. Vamos date prisa, el cielo no pinta bien. No quiero que nos coja el orvallo rapaz.
(“Orvallo”, se conoce: como la lluvia menuda que cae de la niebla, precioso el significado en el dialecto Gallego).
Madre, no es que fuera gallega de pura cepa. Nacida en Madrid por circunstancias, (el abuelo Víctor era diputado por a Coruña). Sus primeros años de vida, la niñez y parte de su juventud, estuvieron más ligados a la capital de España, entre idas y venidas interminables. Allí paso su infancia más aburguesada, sin hacerla olvidar, debido al arraigado linaje ancestral, consanguíneo y tradicional de una familia oriunda de a Coruña, en las costumbres, dichos y dialectos propios de estas tierras, donde permanecía desde su casamiento, hace unos años, más anclada, de manera casi definitiva a su Galicia atávica. Se acordó entre familias el acertado rumbo de esta, el enlace con su futuro esposo un hombre de inmejorable condición y aun mejor posición, reconocida tanto en Galicia como en gran parte de España. Pues formaba parte de la familia encargada de los astilleros, conocidos y reconocidos por su acero, en el Ferrol.
Madre es Encarna. De belleza robusta pero sin llegar a obesa. Propias de prototipos a la moda de la época, quien podía permitírselos, claro esta. Encarna pudo disfrutar su niñez. Una infancia reposada en la seguridad de año tras año sin ninguna criba. Sin trabas a un futuro posible y lleno de esperanza. Sin llagas impresas en el alma, entre rencores vivos ya en algunos ambientes. Inquinas propias de una posible, con el pasar de no muchos años, más que previsible guerra civil, que rondaba ya como un yugo opresivo para el futuro de Nolito. Peno no obstante más oscuro ese futuro llegaría a ser para Encarna y para Padre.
Pues la república renacía con nuevos bríos. El país empezaba a ser observado un poco más desde el exterior. La novedad, con esos brotes vigorosos, deseos jóvenes de libertad, en estados demasiado embrionarios aun, incluso para el progreso y puntos de miras del resto del mundo que otearían como aliados de la intriga, la de una época oscura y sombría. Maquinaciones y enigmas que cernerían al acecho oriundo y originario de entre las sombras, derramamientos de la sangre propia. La muerte cohabitada por entre consanguíneos afines, herederos ambos de una certera derrota. Pronto llegaría el zarandar limpio del grano, la separación cernida de la misma linfa, tamizada a un destello de hacha.

viernes, 2 de marzo de 2012

Estaba allí, viviendo a tu lado


Dimos miles de pasos hacia ningún lugar. Pisadas perdidas a la orilla del mar, olvidados rastros, espacios inciertos aun  por descubrir. Huellas marcadas con nuestros nombres fundidos, derretidas en salitre. Al borde de las últimas olas que morían a nuestros pies. El horizonte se sellaba entre nubes grises, manto de lluvia polvorienta, gotas lentas que se esfumaban entre el lento amanecer. Los hijos que no tuvimos corrían a nuestro lado. Futuros pendientes, entre cometas llenas de vida, con tanta verdad por descubrir, fuente amarga, fuerte realidad. Llegaba y salía el vaho, vapor polvoriento entre hálito y aire de cada aliento. Mientras el océano seguía golpeando desde su infinito.
Alguien nos observaba, joven, entre lo nuevo y fresco de esa aurora incierta, en lo alto de una duna, de forma y pose caprichosa, al igual que la arena que formaba tal montículo, la primera que empezaba el desolado desierto. Justo a nuestras espaldas. Examinante, de entre un estudio minucioso que tuviera que acatar por advertencia y respeto de algo superior. Empezó una callada y sigilosa comunicación entre ambos, en la distancia, cada uno posicionado en su espacio vital, entre la larga frialdad del silencio.
Varias lunas aparecieron, nuevas y atentas a nuestros pasos lentos. Cada una representaba a cada hijo desconocido pero presente, como almas perdidas que no encontraron su propia identidad. Su presencia, objetivo de la mente, almacenaban la ilusión marañada impulsada por la esperanza de un hecho poco probable. Genero incauto previsto por la inocencia de unas risas inocentes, casual advertencia del contingente, aleatoria y accidental del futuro. Suma de una adicción monótona, conjunto en un añadido incierto, poco preciso en estadísticas.
Nuestras miradas volvieron hacia el joven que nos observaba, que ya no era tal, más maduro y desarrollado, sazonado y curtido, concluido por el paso del tiempo. Llego el medio día, sin intervalos, como una tregua a una batalla, tu y yo nos besamos, y despertó una chispa entre ambos, el cansancio se esfumo, los sentidos despertaron, activos como nunca. La jornada avanzaba de salto en salto, sin darnos cuenta, ese espacio no existía ya, tras el beso nos miramos, sin miedos, nos hablábamos de tu a tu, sin palabras. Las fronteras impuestas se derrumbaron, éramos otros, una piel muerta caía en la arena y otra nacía, las venas se endurecían, a la par del ser que nos observaba desde el montículo de arena. La adversidad se transformo, de la desdicha  a la calma, y de esta a la felicidad de un momento congelado, seguíamos siendo dos en uno, la magia de la vida se hizo fuerte, los infortunios se marchitaron, los niños desaparecieron, hicimos el amor, pero nos seguían observando, en ese silencio eterno, entre hechizo y maleficio, pero sin estar nada oculto. Entre la espera de cada suspiro, envuelto en el querer de ambos, aquel punto elevado desde la distancia, no dejaba de seducir, acechando desde la distancia, las horas no pasaban. Descubrí que era querer, sabiendo que sentía, conmovido y a la vez confundido entre el frío de la razón. Palpando y soportando los abrazos, el aprecio en el instante, nos estábamos juzgando sin pensar, pero el juicio de un presagio me sobrecogió, tendría que venir el mañana, y no quería. No soportaba que pronto, muy pronto te alejaras, desaparecieras de aquí.
Me encontré acariciando a la nada. Ya no estabas pero el seguía allí, entre las dunas y la anualidad volvió al presente. Pero él, aquel ser distante seguía como una estatua observando lo que hacia. La playa se quedo vacía, y llego la tarde, seguía caminado, todo despoblado de repente.  
Una brisa lenta y suave rebotaba sobre mi rostro, mire hacia atrás, el resto de las pisadas en la orilla, macadas ahora a fuego seguían, las de un único ser. El camino se hace eterno cuando vas solo, con una mochila a la espalda que se hace a cada paso más y más abultada. Una bandada de aves a tropel dibujadas en una perfecta uve, surcaba el cielo, pensé, todo tiene su final. Me adentre en el océano, llovía, miles de círculos pequeños a cada golpe de lluvia entre onda y onda en la superficie. Pare de avanzar, volví a mi espalda, la silueta desde aquel montículo, dejo su posición, para adentrarse hacia donde me encontraba. Cada vez se hacia más claro su rostro, envejecido ya, muy entrado en años, ojos penetrantes, acuosos e insensibles ante la escasa luz en el ocaso del día, todo había pasado tan rápido. Las arrugas y las venas de su ojos eran surcos hambrientos aun de savia nueva, entre tanto cansancio, en hastío de los años, alegres, tormentosos, el huracán de la experiencia era lo único que podría hacerlo crecer. ¡Tan cerca estaba aquella criatura, entre una niebla que espesaba, lenta, tan lenta...!
Me toco un hombro, ya era totalmente perceptible, apreciable y manifiesta su efigie, pude comprobar y comprender que sería el puro reflejo de quien debería ser con el paso del tiempo, en la decrepitud del almacenamiento de las décadas. La sensibilidad al tacto llamaba a la senectud de su cuerpo como a la del ocaso, la noche se hacia realidad. Se difuminaba, diluyéndose entre moléculas ralentizadas de lluvia, que rodeaban en círculos al anciano cuerpo que me envolvía, orbitas en redondel, aros a velocidad de torbellino, invadiendo al alma, a todas las células del cuerpo al igual que un virus. Y volví a la colina de arena, al sitio que me pertenecía, al que marcaba todo equilibrio entre la vida y el espíritu, ese que forma parte de nosotros y en ocasiones no nos sigue. Esperando un compañero, escolta inseparable de tu existencia, a tu esencia, energía y vigor que ha veces se nos escapa como un ente que no formara parte nuestra. Cariño, somos dos, dos que se acompañan dentro de este único y carcelero recipiente. La querencia y apego se inclinan arrodilladas a tus palabras, consiguen que se haga eterna la espera en esta noche, ¿estas, estas aun hay...?...

“¿Cuantas veces nos parece que nos vemos desde la distancia, que hay algo nuestro que nos observa, vigila, al igual que un espectador en el salón de su casa? ¿Cuantas veces nos vemos reflejados al igual que en un espejo imaginario, inexistente entre un presente incierto, como si esas vidas, no fueran nuestras, tan seguros que nos siguen los pasos, los pasos de quien...? ”