Natalia
siempre tan espabilada, impulsada desde su interior por anhelos de
incertidumbre los cuales no la dejaban quieta en ningún segundo. La sospecha
inquieta, al acecho del reflejo de la adolescencia, acechando desde el silencio,
llegando sin aviso, súbita e inesperada como un eclipse. Evasión de los
presentimientos, tinieblas activas del subconsciente más receptivo sin ningún
otro consciente donde poder apoyarse. Un bichito caprichoso, queriendo siempre
saberlo todo, abuelo esto, abuelita lo otro. Aún recuerda las noches de porche,
el césped húmedo, las galletitas de la sorpresa, desde aquel chalet a horillas
del “Mar del Plata”:
-¿Abuelo por que brillan las estrellas? ¿Puedo coger
una con mis manos?
- ¿Porque no Natalia? Agárrala con la mente, cierra
los ojos, siente como entra la luz del sol tras el cristal y se queda atrapada
en el salón. Sujétala Natalia, como una fruta escarchada en un amanecer del Mar
del Plata en pleno invierno.
- ¿Abuelito, las estrellas son únicas, son como las
personas, diferentes entre ellas?
- Son iguales desde la lejanía, dispares y distintas
si las utilizas en los sueños, según para lo que las utilices en ellos. Porque
las estrellas pueden ser fugases, pero nosotros dos seremos al lado de la
abuelita eternos, desde el recuerdo no habrá distancias. Las estrellas son
piedras de rosetas ardorosas y crepitantes. Nosotros somos polvo de estrellas,
la luz que se filtra por entre las nubes su envoltura, nuestras esperanzas la
cubierta impermeable bajo la lluvia, tus lagrimas los cantos de sirenas
deletreados entre los surcos de tierra en pizarra viva.
Natalia a sus once años ya cumplidos miraba sin descanso
esos luceros dejando correr su imaginación, al azar el destino, desde la
imaginación estructurada, efecto a su pasión por la lectura. Eso le provocaba
escapes de conciencia, entradas gratuitas a mundos imaginarios, con artistas
estelares, príncipes de leyenda.
Recostada en el prado, en noche de abril, Natalia
imaginaba de forma distinta las siluetas de varios cometas junto al amigo de
siempre. Su abuelo, con ella nada severo, auque fuera un policía serio y
disciplinado con toda una carrera de fama en irritable cascarrabias. El
silencio la ayudo a llegar a la ensoñación de nuevas esperanzas, ilusiones
creadas entre notas musicales de fondo, un hilillo anclado en alucinaciones
propias de la edad, en los comienzos de los ochenta: “La luna sobre Tánger,
velaba la noche de Ala cuando nos encontramos en el cavaré del Chellar.
Cruzamos las miradas, te dije /Salam alekom/ pero el recepcionista nos dijo /At
this moment no room/”. La magia de Aute se vio interrumpida por sonidos de
sirena a lo lejos, “mientras unos policías perseguían a Alí Baba”. No muchos
años después alguien te recordó “desnuda, bajo el cielo protector, tomando té,
adormecida sobre tu chador”. Fue cuando te amaron por primera vez “en las
terrazas del Hafa Café”. “Subimos monte arriba, por sendas de flores de azahar”,
un príncipe en la colina, miraba a lo lejos el mar”. Te recordaron siempre, “desnuda
bajo el cielo protector”, adormecida bajo el calor, entumecida al despertar,
letargo al encuentro del primer amor, desde las terrazas de su corazón. Todo
inundado por un “aroma de cuero a la menta con hasch”. Era tú príncipe desde
ese rincón del café, por la ventana se filtraba el azul del mar como sus ojos,
te observaba fijamente, sin pestañear, “se acerco a la mesa con ojos de vil
seductor”, te cautivó, sonido de su voz, a mil llamadas distintas, golpeo firme
sobre tus sentidos, atractivo hechicero escondido y tapado entre sombras de noche
estrellada, al acecho del tesoro de tu inocencia.
Esos son los sueños de una diosa, de una niñita que
luego sería por dentro de lo más hermosa. Natalia escribiría estos sueños un
poco más tarde, despiertos y desarrollados todos los sentidos, en su diario de
doce años, para mantenerlos por siempre en su recuerdo, para que no se le
escapasen, al igual que se habla en la oscuridad al que uno ama, pero
invisible, perdido en el tiempo. Como cuando las palabras del amor han sido
retenidas demasiado tiempo, arrancadas se derraman una a una por el suelo,
hacia la insidia y la hiel más dolorosa, quieta y fija, que se aloja solo en su
frágil memoria. El adiós invisible, del príncipe amado, del único y verdadero
amor que más tarde llego y marco para siempre la vida de otro, impregnado al
suyo, único, indivisible a su persona, dos son uno, como aroma de marca cara,
esencia de lo inasequible, encantos reservados al poder impagable para muchos. Martina
Valentino fue su nuevo signo, lema de guerra, distintivo de la fama, masajes
sin nombres, palabras de amante, fuego del cuerpo, brazas fuertes sin calor en
el interior más profundo. Ya no había noches con estrellas. Las noches eran
oscuras, y los astros fueron separados de las sombras, el crepúsculo fue
arrancado al ocaso, la decadencia se esfumaba entre mentiras formuladas para si
misma. Al final convirtió a muchos como sus carceleros de sus sentidos. Entre
la flor de la ira, de nuestros propios sentimientos, paso drástica, al rotundo
egoísmo de los pecados, llevados sin razón por el simbolismo de lo que
realmente alguna vez amamos. Pero el tiempo cambia, los amores navegan hacia la
brisa del Mar del Plata, perdiéndose hacia el infinito de la que una vez fue
nuestra inocencia, la inocencia de la que fue presa un día, Natalia, hoy Martina
Valentino.